Reproductor de música

sábado, 2 de enero de 2016

El Pescador

             Este año voy a intentar centrar el blog más en relatos, he descubierto que sirvo para algo más que un simple poema, que de simples tienen poco. Obviamente, si sale alguna poesía, la publicaré también. 

Y poco más, escribí este relato para una asignatura y me encantaría compartirlo con vosotros.



El Pescador


Llevaba cincuenta años siendo pescador de estrellas y todavía no había cogido ninguna. Cada día salía con la misma ilusión que la del anterior y al volver, su mujer, Manuela, le esperaba con una amplia sonrisa y el desayuno sobre la mesa. 

Ambos vivían en una humilde casa alejada del bullicio de la contaminada ciudad. Llevaban años sin tener un televisor, sin escuchar la radio, sin luz artificial, lavadora o microondas; tan solo habían dejado la electricidad necesaria para un frigorífico y un pequeño equipo de música, donde Emilio reproducía una y otra vez repetidas canciones. Él mismo le había pedido a Manuela que se encargara de ir a la ciudad para comprar con lo que ganaban de las pensiones, visitar a la familia y otros quehaceres, pero no quería saber nada de aquel mundo que veía tan, tan lejano del suyo. Se encerraba en una salita repleta de libros, y esperando a que cayera la noche para poder ir a trabajar, leía todo tipo de historias. Entonces, cuando el cielo comenzaba a teñirse naranja, cogía sus enseres, besaba a Manuela y se dirigía al embarcadero que había justo en frente de la casa. Y así, todos los días, durante cincuenta años.

Era verano, y al volver de pescar, Emilio se encontró con la sorpresa de que Manuela no estaba. Sobre la mesa de la hogareña cocina, como siempre, un par de tostadas con mermelada y una taza de café, ya frío, todo tapado cuidadosamente con un plástico transparente para que las moscas no hicieran una carnicería. Y debajo del florero que tanto mimaba Manuela con flores silvestres, una nota para Emilio decía: 

“Llegaré a la hora de la comida. Espérame, llevo visita. 
Te quiere, Manuela.”

El rostro sereno del pescador se tornó angustia y preocupación. Abrió las ventanas y se dirigió a la mesa donde aún estaba el desayuno. Se sentó, retiró el plástico y musitó algunas palabras en relación a su mujer. Estaba nervioso, no dejaba de tocarse su cabello color platino y algunas gotas de sudor se perdían entre los surcos de su arrugada piel. Suspiró y se levantó. Su cuerpo se perdió por la puerta que daba a la salita y minutos más tarde, apareció con un libro. Salió a la entrada y justo a la derecha, se sentó en una mecedora que había al lado de una mesita de café. Era temprano y aún así, Emilio tuvo que abanicarse para soportar el bochorno. 

Cuatro horas más tarde, cuando estaba a punto de acabar el libro, Emilio vio a su mujer. Se levantó, suspiró y volvió a dejarse caer sobre la mecedora. Venía acompañada de un hombre joven, rondaría los veinticinco años, y su sonrisa vivaz entusiasmaba a cualquiera, excepto a Emilio, cuyo gesto se volvía cada vez más malhumorado. 

–Hola, cariño –dijo Manuela acercándose para darle un beso–. Este es Luis, un joven periodista que se interesó por tu oficio cuando me escuchó hablar con la frutera. No ha  parado de preguntarme cosas sobre ti, es tan majo… 
–Es un placer conocerle, Emilio –comentó nervioso el periodista mientras tendía la mano.
–Placer el tuyo, mío ninguno. Puedes irte, no tienes nada que hacer aquí –respondió el pescador; y acto seguido, desapareció por la entrada de la casa.
–¡Emilio! –gritó Manuela. Se calmó y con ternura le habló a Luis–. Lo siento mucho, pero mi marido es así, un ermitaño. Muchos como tú han pasado ya por aquí, pero a ninguno le ha hecho caso, no quiere saber nada de las personas que vienen de la ciudad. Un caso, se lo digo yo, un caso… 

Luis se deshizo de todos los bártulos que llevaba sobre su espalda, se dirigió a la ventana de la salita, lugar donde Emilio pasaba tantas horas al día leyendo, y le gritó que no se iría de allí hasta que le diese una oportunidad. Se acercó a Manuela, le besó la mejilla, comenzó a montar una tienda de montaña que había traído y organizó todas sus cosas. En la ventana, si obviabas el reflejo azul del cielo, se veía el rostro de Emilio que lo observaba con recelo. 

Tres días pasaron, y ni el pescador salió a trabajar, ni el periodista se marchó; y la única que parecía vivir con normalidad aquella situación era Manuela, aunque riñera con su marido porque creía que el chico era diferente a todos los demás que habían pasado por allí en busca de dinero gracias a su historia.

El reloj de pared que había en la cocina avisó al matrimonio de que eran las ocho de la tarde y ambos se sentaron a cenar en silencio. Al rato, Manuela se atrevió a romperlo.

–Él es como tú eras de joven, dale la oportunidad que a ti te dio tu padre…

Emilio dudo en contestar y optó por no decir nada. La besó tras finalizar, cogió el casete, su caña, un maletín y salió por la puerta. Anduvo hasta la tienda de campaña y carraspeo tres veces, cada cual más fuerte, con la intención de que Luis saliera, y así sucedió. 

–¡Vamos! –casi ordenó Emilio. 
–¿Dónde?
–¿Tú no eras el que quería conocer más de mi oficio?¡Vamos! –dijo Emilio mientras le entregaba el casete y la caña. 

Luis cogió una libreta y algunos bolígrafos, se ató sus zapatillas y salió corriendo con los enseres que el pescador le había dado hacia el embarcadero. Emilio le invitó a subir y ambos se perdieron en el mar más oscuro, solo el fuego leve de un antiguo candil iluminaba aquella estampa. Media hora más tarde, se encontraban en el medio de la nada. Emilio comenzó a preparar la caña y una tormenta de preguntas salieron de la boca del joven. 

–¿Cómo lanzas la caña al cielo para pescar estrellas?¿Por qué este oficio?¿Jamás has cogido alguna?¿Eres el único que hay en el mundo que se dedique a ello?

El pescador no pudo evitar sonreír ante el entusiasmo que mostraba el chico. Siguió preparando todo, y pese a la edad y la oscuridad que había en aquel momento, tenía la vista hábil y colocaba todos los hilos con agilidad y destreza. Luis no cabía en sí y hasta la barca se balanceaba levemente por culpa de sus nervios. Diez minutos después, Emilio contestó:

–Magia. 
–Ma…¿qué? –preguntó el joven confuso. 

Emilio le hizo un gesto para que observara. Encendió el casete y una suave melodía los envolvió. Apagó el candil, y entonces sucedió. Todo se iluminó por pequeñas luces celestes que brillaban en el firmamento. El periodista observaba todo como un niño el día de Navidad. Emilio se levantó, cogió su caña y la lanzó al agua. La barca se mecía en el agua y Luis al ver lo que hizo el pescador, se acercó al borde. Sus ojos brillaron más que nunca. En el agua se reflejaba todo el cielo, y la leve marea hacía que esas luces cobraran vida. Bajo aquella barba estropeada, un gran banco de estrellas nadaba al ritmo de la melodía del casete.

–Magia… –susurró el joven. 

–Yo fui como tú. Entonces, una noche de invierno después de que mi padre insistiera tantas veces en que dejara de hacer tantas tonterías con el ordenador, el móvil o la televisión, y le acompañara un día a pescar, accedí –comentó Emilio mientras recogía el carrete– y aquí estoy; llevo cincuenta años siendo pescador de estrellas, todavía no he cogido ninguna, y aún así, mañana volveré con la misma ilusión que hoy.



Espero que os haya gustado, y bueno, simplemente intento buscar alternativas para que el blog no muera y moverlo algo más. 
Feliz año nuevo, disfrutad muchísimo y con fuerza y magia a por nuestros sueños.

Un saludo, Laura, Lala.

PD: si os ha gustado compartirlo, o lo que queráis, siempre es una ayuda. Gracias.