Reproductor de música

lunes, 29 de febrero de 2016

Retahílas

Plaza 169. El tren lleno. Me siento al lado de un señor que lleva un jersey azul de lana. Canas. Reebok viejas. 45 años aproximadamente. Gafas con cristales al aire. Cruza su pierna derecha. Abre su maletín y, buena elección: Carmen Martín Gaite; mejor aún, Retahílas.

Me retoco el pintalabios, qué sé yo, movidas mías. Hoy me siento guapa. Termino mi cómic de Marvel. De fondo, Anathema. Él sigue leyendo. Saco Música para las cañerías de Bukowski. Lo mira. Resopla. Mira mis tatuajes. Niega.

Podría destrozarle el final de la novela, podría hablarle de la obra de Gaite, por poder podría hablarle de mucha literatura. Pero hoy no, no tengo ganas, voy a dejarle en paz, que disfrute pensando que soy tan ignorante como él.

Y sigo sentada, emborrachándome y drogándome con los relatos de Bukowski.


Laura, Lala. 

lunes, 22 de febrero de 2016

Arriba


           Yo también estuve allá, arriba. Encima de todo trapecio, manteniendo el equilibrio para no caer al abismo que había al otro lado. Allí, donde al observar al frente, toda mirada se perdía en el más puro negro desconcierto. Donde los focos abrasaban cualquier delicada piel, pero exaltaban todos y cada uno de mis sueños más preciados. La cima, sudar, el nerviosismo inicial que se va transformando de manera paulatina en miedo a fallar. También lo sentí y también busqué miradas inquietas a través del telón, miradas que sin mediar ni una sola palabra evocasen a múltiples fantasías, personajes, historias, pero sobre todo que mostraran personas. Y de vez en cuando, las encontraba: fijas, brillando en la nada, deseando un acto de reciprocidad que les dijese que yo estaba sólo para ellas; y a veces, era así, pero muchas otras salía huyendo ante tal escena; porque si algo da más miedo que esperar cualquier cosa de alguien, estar ante esa incertidumbre del si y del no, si algo da más miedo, es saber que alguien está esperando hechos y acciones por tu parte, cosas que tú mismo sabes que no vas a dar en la vida. 


Pero al igual que estuve allá, en lo más alto, donde las ojeras se multiplican por las violentas luces, donde todo se magnifica momentáneamente y al finalizar cae en picado, también estuve allá, sumida en el oscuro vacío que hay al otro lado de la grandeza. Disfrutando todo cuanto acontecía y siendo esa mirada que un día yo misma busqué cuando era grande. Y lo sufrí, huyeron al observarme, otros se quedaron en blanco, otros me ignoraron; pero se mantuvieron firmes en muchas otras ocasiones. La sostuvieron y brillando desde lo más alto me regalaron lo que jamás nadie podría regalarme: buscarme entre la multitud y dedicarme por unos segundos todo lo que allá, arriba, estaba ocurriendo. 







Al final lo que nos queda son esos momentos.


miércoles, 17 de febrero de 2016

Zapatillas Amarillas

Al igual que aquella entrada del otro relato titulado El Pescador, hoy os traigo este relato:


Zapatillas Amarillas


            El día que maté a la vecina del quinto, llevaba puestas las zapatillas amarillas que tanto odiaba mi madre. Siempre decía que ese color atraía a la mala suerte y aquel día, cual vidente, previó toda la desgracia que estaba apunto de caer sobre mi.

            Era martes, y como todos los martes, a las tres menos cuarto, salía del instituto. Ese día, en un acto de rebeldía, decidí no ponerme el uniforme, no asistir a clase y rescatar mis maravillosas zapatillas amarillas, esas que mi madre había escondido en una de las ollas oxidadas que tenía amontonadas en la estantería de la cocina. Según ella: estaban sucias, rotas y atraían energías negativas para la casa. Según yo: tenían mi personalidad, manchas de tomate, suelas desgastadas y un color amarillo mugriento que me encantaba. Ahora, entiendo a mi madre. Sin embargo, aquel martes, me quedé escondida debajo de las escaleras del patio comunitario. Una vez que vi a mi madre salir por la puerta principal, subí a casa corriendo, cogí las llaves que tenía escondidas bajo una piedra enorme en el florero y entré asegurándome de que ningún vecino me viera. Dentro, lancé la mochila, me quité la chaqueta y cogí un trozo de pan que había sobre la barra americana que conectaba el salón con la cocina. Mi madre había dejado todo recogido antes de salir, me aseguré de no mover nada y me encerré en mi habitación. Me quedé dormida, odiaba madrugar y la noche anterior me había quedado hasta las tres de la mañana hablando con mis amigas por el móvil, así que el sueño pudo conmigo.

Al rato un estruendo me despertó, lo primero que pensé fue que era mi madre. Miré la hora y solo habían pasado treinta minutos. Me levanté y despacio me acerqué a la puerta, la abrí y allí estaba ella, mi vecina del quinto, ¿por qué llevaba aquel espantoso uniforme de limpiadora semi transparente? o mejor dicho ¿qué hacía ella en mi casa? Me fijé en lo que había en el suelo: cuatro botes de productos de limpieza y el cubo de la fregona boca abajo. Entonces, al oler tanto a lejía y ver tanta agua por el suelo, caí en la cuenta de que mi madre por falta, de tiempo y de ganas —todo hay que decirlo— quería contratar a una limpiadora. La pobre Carmen, que así se llamaba mi vecina del quinto, porque ya no está entre nosotros —o eso creo— se resbaló y cayó al suelo. Salí en su ayuda al verla intentando levantarse, le agarré del hombro y su cabeza se giró lentamente para mirarme. Fue tan grande el grito que dio y tan prolongado, que los ojos se les salieron de las cuencas y poco a poco su cara fue volviéndose morada. Dejó de respirar, y yo estaba tan asustada. Había matado a mi vecina del quinto y todo por ponerme aquellas mugrientas zapatillas amarillas que ahora estaban mojadas con productos de limpieza. Era una asesina y solo tenía trece años.

Iba a ir a la cárcel, ¿qué haría un adulto si matase a su vecina del quinto que a su vez es su limpiadora? ¿debería llamar a la policía? No, me pondrían esposas y me llevarían ante un juez, me obligarían a ponerme aquel traje naranja tan horrible como en The Orange is the New Black, tendría que soportar a las demás presas, ganarme el respeto pasando drogas a otras mujeres; aunque bueno, luego se haría una serie con mi historia e incluso podría encontrar el amor ahí dentro. No, no, no podía ir a la cárcel tan joven, mínimo debía terminar la ESO, lo demás sería otra historia.

Rápidamente encendí mi ordenador, ¿cuánto tardaba en descomponerse un cuerpo? Si eran horas podría limpiarlo antes de que mi madre llegara del trabajo. ¿Olería mucho? ¿Saldrían gusanos como en las películas de zombies? Abrí Google y empecé a buscar información sobre esconder cadáveres y qué hacían los buenos asesinos. Todos los días veía casos y en ese momento, a la hora de la verdad, me quedé en blanco. Tenía que encontrar la salida, no podía acabar entre rejas. Entonces la bombilla de mi cabeza se encendió — ya podría pasarme en los exámenes más a menudo— y recordé que en los caso de CSI o de Bones los asesinos solían descomponer con cal viva o ácido los cuerpos. ¿Mi madre tendría cal viva en casa? Me dirigí al patio, allí abrí el armario de productos de limpieza: lejía, friegasuelos, estropajos, trapos, cubos, multiusos... mmm bicarbonato, ¿bicarbonato? Sonaba tan mal como “cal viva”, así que al ver que era un polvo blanco también, decidí sustituirlo por lo otro. Fui al salón y arrastré durante veinte minutos el cuerpo sin vida de mi vecina la del quinto hasta la bañera. Empecé a echarle el bicarbonato por las piernas y polvos de talco con olor a rosas, para que la pobre oliera bien. No sucedió nada, el cuerpo estaba intacto, y yo cada vez más nerviosa.

Plan B: Ácido. Mi madre coleccionaba todo tipo de líquidos raros, pero ¿ácido? Lo máximo que había en casa era un bote de recambio de gasolina, pero no quería quemar a mi vecina la del quinto —aunque era una opción válida—. Fui a la cocina en busca de algo que pudiese funcionar como el ácido y pensé en el vinagre, supongo que por el sabor amargo y la peste que echa. Llené la bañera de agua hasta la mitad y vacié la garrafa de cinco litros que tenía mi madre de vinagre, además eché un bote de pepinillos en vinagre. Había que desaparecer el cuerpo como fuera. El mal olor comenzó a repartirse por toda la casa, así que comencé a abrir ventanas y me senté en el sofá a esperar que mi idea hiciera efecto. Encendí la tele, hice zapping y ¡Oh Dios mío! ¡Breaking Bad! Era el capítulo que Jessie intenta deshacerse de un cuerpo con ácido en la bañera —¡anda! ¡cómo yo!— y entonces recordé cómo acababa el capítulo: el ácido deshacía la bañera y el suelo y caía el cuerpo a los vecinos de abajo... ¡No podía ser! ¡Me iban a descubrir! Corrí al cuarto de baño saqué a mi vecina y vacié la bañera. ¡Puff! ¡Menos mal! Y ahora... ¿qué? No tenía más alternativas.

Volví a buscar soluciones en el ordenador y entonces vi una foto de Hannibal y comprendí que la mejor forma de esconder un muerto era comiéndomelo. Pensé en buscar recetas para carne humana, pero ni en la prehistoria que vimos en clase de ciencias sociales —aunque no prestaba mucha atención— habíamos visto eso de canibalismo, por lo que deduje que no habría nadie que hubiese escrito un libro de recetas sobre cómo hacer pinchitos de carne humana. Además, estaba harta de ver en animes que los japoneses comían pescado crudo, o incluso yo misma comía carne aliñada de las hamburguesas de mi madre sin hacer, el sabor no podía ser muy distinto. Busqué un rotulador y decidí dibujar una línea en su frente para señalar por donde debía cortar. Fui a la cocina y seleccioné el cuchillo más grande; volví a donde estaba el cuerpo, levanté mi brazo para pillar impulso y... ¡No podía! ¿Cómo iba a comerme a una persona tan grande en tres horas? Y encima, con sabor a pepinillos en vinagre... ¡Qué asco! Debía de haber otra forma.

Fui a mi habitación de nuevo, me senté frente al ordenador y ¡oh! ¡Un correo nuevo! Un nuevo capítulo de Juego de Tronos me estaba esperando, pero ¡ahora no! Debía concentrarme, tenía el muerto de mi vecina la del quinto tirado en el salón. Tenía que hacerlo, debía entregarme. Total, cuántos años me podrían caer... —veinte, según San Google—.

Miré al suelo y vi mis pies, cubiertos por aquellas zapatillas amarillas, ellas tenían la culpa, mi madre tenía razón, atraían a la mala suerte, y por su culpa iba a pasar mi época de actriz de Disney Channel en la cárcel. Me las quité y las lancé a la papelera, no las quería ver nunca más. Entonces, un ruido proveniente del salón hizo que casi me cayera de la silla, se repetía la misma situación que cuatro horas antes. ¿Era mi madre? ¿Era la policía? ¿Me habían descubierto ya? o ¿era otra vecina que venía a ser asesinada por mis zapatillas amarillas?¿Qué hacía? Me armé de valor, salí de mi habitación y ¡ya no estaba! ¡Había desaparecido el cuerpo de mi vecina la del quinto! Sentí alivio, felicidad y terror... ¿Qué había sucedido? Alguien le había echado una cola de fénix*, estaba segura. Así que volví a mi habitación y decidí comenzar a ver el último capítulo de Juego de Tronos. Y si estaba muerta, que otro se hiciese cargo del cuerpo, ya no estaba en mi casa, eso era lo importante.



* Cola de Fénix: elemento clave de los juegos de rol, rpgs o mmorpgs, que al usarlo revive a los muertos de tu equipo de lucha. Véase en Final Fantasy. 






viernes, 12 de febrero de 2016

Silencio II


      Habíamos recorrido media ciudad en busca de aquel restaurante céntrico que tan bueno decías que era. La juventud nos pisaba los talones con risas sin venir a cuento; un tranvía que no nos dejó subir por segunda vez consecutiva; y un sin fin de miradas y gestos que lo decían todo. No eran ni las diez de la noche y ya sabíamos el resultado de aquella furtiva escapada. 

Dentro, el local estaba a rebosar de gente con sus historias: desgracias y alegrías; fuera, el silencio de una ciudad que tan llamativa era de día y tan solitaria en noches como aquella. Pedimos mesa, dos copas y todo aquello que nos faltaba, pero que ninguno de los dos dijo en voz alta. Acariciabas el cristal como si de una piel se tratase. Brindamos por nosotros, ¿por quién sino? Y las conversaciones banales comenzaron a entrelazarse con verdades y reflexiones que el alcohol nos iba obligando, en cierta medida, a hacer o decir. De vez en cuando, choque de miradas, pulso momentáneo que nos alejaba del resto de la muchedumbre, aunque formáramos parte de la misma y fuésemos el atrezzo de la vida de quién allí estaba.  

Y daba miedo, como dos personas casi desconocidas podían llegar a tan plena sincronía sin mediar una sola palabra. Como aquella primera noche en la que Sevilla también dormía y sólo resonaba el eco de nuestros silencios. 

Recuerdo que dijiste que sabía guardar el silencio cuando hacía falta y hablar cuando se debía hacer. Justo como ahora, en el que termino de escribir esto. 

Y me callo, porque es mucho más agradable sentirlo todo sin decir nada; y a veces, y sólo a veces, eso también ocurre con la escritura. 



El momento se aprovechó de nosotros,
y nosotros del momento. 

domingo, 7 de febrero de 2016

Viapol no ha muerto


            Enciendo el último cigarrillo de la cajetilla que tengo guardada para emergencias emocionales y salgo al balcón para contemplar Sevilla. El viento enreda mi cabello y a duras penas, puedo contemplar como se desvanece el humo. Hace frío y sin embargo, una bata fina y unas bragas pasadas son lo único que me ofrecen calor. No llevo las gafas puestas y las luces de la ciudad son pequeños destellos que brillan sin más. Algún que otro ruido guía mi mirada a diferentes puntos. Nada sucede, pero ¿qué iba a suceder sino? Nada. 

Todo desde aquí arriba parece tan pequeño, tan frágil, tan irreal, que hace cuestionarte si tú también en algún momento del día perteneces a todo aquello que contemplas, o si no eres más que una rota pieza de puzzle al margen de cualquier realidad. En el fondo sabes la respuesta, pero es mejor fantasear con ello. Quién no sueña con ser otra persona, una piedra, o vivir múltiples vidas sin que afecten unas a otras. O lo mismo soy yo la única que han pensado en eso. Sin embargo, nada sucede, nada que merezca la pena suceder. 

Y allí, por encima de todas las luces, resurge Viapol, porque no ha muerto, ni morirá. De vez en cuando se apaga, pero luego con fuerza aparece destacando de otras luces. Lo observo, parece que me habla, pero no es posible. Y nada sucede. Aunque Viapol es más que suficiente. Su brillo azul no es el mismo de siempre, pero no ha muerto. Y supongo que algún día, el que menos me lo esperé, volverá. Volverá a iluminar Ramón y Cajal, como ha estado haciendo, como yo solo lo veo. 

Nada sucede, el cigarro se consume, mi cabello se enreda, Sevilla destella, Ramón y Cajal tan llena como siempre por automóviles que quiebran el silencio, sin ti, sin mi, pero Viapol no ha muerto y eso es lo mejor de que no suceda nada. 







miércoles, 3 de febrero de 2016

Silencio


A ti, 

que podría mirarte durante horas en silencio.



       Unos leves rayos de luz entran por la ventana. Ahí, en el resto de oscuridad, sé que estás tú, observándome. Ahí en el resto de oscuridad estoy yo, buscándote a tientas con la mirada. Tan sólo la respiración corta el silencio que inunda esta habitación.

Me balanceo en el borde del vaso, ese que a veces mojas con tus suaves labios al sorber un trago; a un lado tú, la tentación personificada; al otro mi caída más brutal; y en el centro yo, haciendo algún que otro destrozo.

Entiendo que no entiendas lo que se me pasa por la cabeza, a veces ni yo misma lo hago. Me muevo por impulsos, por sentimientos, frustraciones o deseos, nunca racional. Quizás ahí erradica el fallo, pero nunca unos abrazos dijeron tanto; y yo, que tan mal me expreso en estas situaciones decidí dejar la palabra para después... para esto, para mis escritos.

       Ignoro si volveré a estar así. Hay puertas que duelen cruzar y más si eres tú el que se queda al otro lado, pero uno de los dos tiene que marcharse; y siempre, la vida nos pondrá oportunidades que no podemos dejar pasar.


Somos dos personas correctas,
en tiempos equívocos.