Reproductor de música

sábado, 22 de octubre de 2016

Si es contigo

Creí haber descubierto una ciudad entera. Me sabía cada esquina, cuánto tardaba cada semáforo en cambiar, el ruido de los coches, el tintineo de las llaves de mis vecinos, el acento dulce de la panadera, el horario del metro, cada parada, los bares, las caras de las personas, la velocidad del ascensor, los teatros, las librerías... El tiempo exacto de su casa a la mía. 

Creí haber entrado en un bucle del que no podía salir: rutina, el ir y venir por calles idénticas cada día, la misma música, los mismos pensamientos, el mismo dolor; solo hastío. 

Son las 22:48, llueve. He recordado tu voz casi desconocida invitándome a una copa, la amabilidad en tu sonrisa cálida, tenue. El beso de un mar alumbrado tan solo por ese haz de luz que emite ese faro. Nosotros a sus pies y el silencio roto por las olas. Dormirme con tu olor, dormirte sobre mi pecho; y al día siguiente, despertarme con la tranquilidad de saber que aún no te irás. Sin prisas, sin pausas: vivir. El viento que hace volar mi cabello cuando voy contigo, sobre esa moto, que me hace sentir un poco más libre. La velocidad, el vértigo cuando te acercas, cuando sin querer nos perdemos en este cuarto con vistas a Viapol, vistas que ya no duelen gracias a la paz que has traído a mi vida.

Son las 23:32, sigue lloviendo. Hace un par de horas que te fuiste y la ciudad comienza a parecer otra si es contigo. 





El hogar son las personas, 
eres tú. 









Hay momentos en los que uno simplemente deja de escribir porque las palabras se le atragantan entre los dedos, la tinta no fluye y todo lo que se sangra, se llora, no sirve para nada. Pero volvemos a escribir, siempre. Volvemos si es lo que nos gusta y la única manera de reflejar lo que de verdad sentimos. 
Gracias.

domingo, 10 de abril de 2016

Los Ojos que Ven

A vosotros, sin más. 


"Odio, desesperación, impotencia, ira, posesión..." Así comenzaba el primer borrador de "Los Ojos que Ven" (con otro título) que escribí con trece años. Todo el mundo que lo leyó me dijo que era un guión válido para un cortometraje, incluso estuvieron detrás de hacerlo; a día de hoy, me alegro de que no sucediera eso porque de ser así no hubiese crecido tanto en estos últimos días, y mucho más importante, no hubiese estado con el gran equipo que he tenido detrás. Siempre me han dicho que las grandes ideas se reservan para los mejores momentos y las mejores personas, y esto, es así. Aquel primer borrador lo guarde en el fondo de un cajón y hace un par de meses en una lluvia de ideas vio la luz después de tanto tiempo y por consenso del amor fue seleccionada para llevarse acabo.


Hoy, hace escasas horas hemos terminado de rodar y os aseguro que no me salen las palabras de todo lo que he sentido estos tres días tan intensos que me han dejado un sabor agridulce: dulce porque ha sido la mejor experiencia profesional con gente maravillosa, pero agria porque pese a todo lo malo, no quería parar de dejar de rodar.

Tengo ahora mismo un remolino de sentimientos por todo el cuerpo. Quizás no haya sido la mejor directora, o guionista junto a mi Carlitos de Huerva, no haya hecho aclaraciones concisas y perfectas a los actores, quizás he tenido la cabeza por las nubes más de la cuenta, haya perdido cosas, no haya llevado los guiones encima, o se me hayan olvidado algunos planos, puede que haya gritado de la emoción al ver el arte que estábamos creando, quizás me he pasado con el papel celofán a falta de blancos y negros (me duele en el alma eso); pero soy novata en todo esto y no es una excusa, es la verdad. Sin embargo, pese al agobio que he reflejado, a mis llantos (que han sido múltiples y variados) os puedo decir que si algo he hecho ha sido implicarme con todos los sentidos, con todo el alma, corazón y todos mis sentimientos, porque si algo he aflorado han sido sentimientos. Y como yo, todos mis compañeros.

Ni siquiera sé cómo enlazar unas cosas u otras. Ha habido momentos de tensión en los que hubiese matado a alguien, en los que me han dado ganas de abandonar o de mandar a todo el mundo a tomar por culo; pero los buenos momentos, que han sido la gran mayoría pesan sobre todo lo demás.

Comencé hablando del borrador, de esa idea inicial principal que decidí compartir y que nos ha llevado hasta aquí, esa idea, que es nuestra, de todo nuestro equipo, porque independientemente de los roles, todos hemos hecho de todo y hemos luchado por llegar a esto.

Aún nos que todo lo que va después del rodaje, seguramente miles de calentamientos de cabeza más (el todopoderoso productor comienza ya a perder pelo por el dinero); pero es que para llegar a hoy, a estar yo aquí, llorando mientras escribo esto, hemos pasado por muchísimo y sin embargo, lo hemos logrado.

No tengo palabras para agradecerles a ellos, a mis niños, todo el trabajo que han hecho, todo el esfuerzo que han plasmado y la dedicación profesional, sentimental y personal que han realizado. El apoyo mutuo, el buen rollo y esas cosas que se suelen dejar de lado en esos momentos, pero que nosotros hemos llevado por delante. Y no sólo ellos, mis niños de sonido lo han hecho muy bien con el celo de doble cara y los hurtos, y aislando y grabando ¡eh! La maquilladora, mis actores (profesionales a más no poder) y Álvaro captando todo cuanto acontecía.

 He conocido a unas personas increíbles, y os prometo que volvería a repetir esto mil veces, sólo si fuera con ellos, porque no hay monitor en el mundo que pueda sustituir el amor que siento por vosotros.


Gracias por creer en mi, en nosotros, en vosotros y en este sueño que aún me cuesta asimilar haber vivido.

Y ahora, a seguir luchando por "Los Ojos que Ven" porque jamás habrá más sentimiento y lágrimas (lo digo por mi que el 95% me lo he pasado llorando) detrás de una grabación.


Os quiero con locura.

PD: Ya puedo morirme en paz.


miércoles, 2 de marzo de 2016

Ternura, dice llamarse

Lo cierto es que sí, siempre ignoré esta parte dulce e inocente que tengo. Ternura, dice llamarse. No romántica, no os confundáis. Se puede ser tierno y alejarse del romanticismo empedernido que muchos destiláis. Esa forma empalagosa en la que transformáis todo lo que envuelve el término amor. Llenarse de etiquetas, regalar fruslerías simbólicas que posiblemente acaben en el fondo de todo cajón o hacer que desaparezca el oxígeno, espacio vital entre dos personas. Y no hablemos de la proclamación global en redes, el sello de pertenencia del uno al otro, temiendo ¿qué? ¿una invasión?; en resumen, los celos. 

Y sí, debajo de la primera impresión que pudiera dar mi persona, hay todo un mundo. Un libro con la tapa del azul más frío, y dentro las hojas anaranjadas más cálidas —o eso dicen los que me conocieron—. Se sorprendían, quizás aparentaban sorprenderse y se preguntaban, más bien, me preguntaban: ¿cómo una persona tan ausente puede encerrar tanto? Y a veces, ellos solos se respondían con el término "Soledad". Era curioso. Como si una persona solitaria no pudiera entablar relación con alguien, o ser tierna, o cariñosa, o hacer vida normal. Como si la soledad fuera esa enfermedad que todos temen padecer, cuando es un estado vital que debe sufrir cualquier persona para ser tal. 

Y si ignoré esta parte de mi, no fue porque renegara de ella. Para mi, el romanticismo recae en la sutileza y la elegancia —la sencillez, en resumidas cuentas. Simplemente, la dejé estar, como todo lo que soy; y me preocupé de vivir los momentos que se me fueron presentando. Crear todo un recuerdo, para después, tristemente olvidarlo, o quizás no. Y aún así, sólo hice eso: dejarla, a ella, a la ternura, en lo más fondo de mi; porque así, y no de otra forma, afloraría en los momentos en los que de verdad debía aflorar. 

Supongo, que como dijo Borges o Shakespeare (o de quien fuera la autoría), todo esto se aprende con el tiempo, y no sólo con el tiempo, con las relaciones en general. Y se aprende a eso, a mostrar los sentimientos cuando realmente hay que mostrarlos; a disfrutar de la soledad, que independencia no es estar solo, ni mucho menos ser frío; a hablar cuando realmente hace falta, decir las palabras justas, entre muchas otras cosas, como que el silencio jamás estorba entre dos personas si lo sabéis apreciar. 



Los tiempos están cambiando, las personas también, y por suerte o por desgracia, las formas de entender las relaciones más aún. 


No espero que me entendáis, qué sé yo, reflexiones. 

Laura.

lunes, 29 de febrero de 2016

Retahílas

Plaza 169. El tren lleno. Me siento al lado de un señor que lleva un jersey azul de lana. Canas. Reebok viejas. 45 años aproximadamente. Gafas con cristales al aire. Cruza su pierna derecha. Abre su maletín y, buena elección: Carmen Martín Gaite; mejor aún, Retahílas.

Me retoco el pintalabios, qué sé yo, movidas mías. Hoy me siento guapa. Termino mi cómic de Marvel. De fondo, Anathema. Él sigue leyendo. Saco Música para las cañerías de Bukowski. Lo mira. Resopla. Mira mis tatuajes. Niega.

Podría destrozarle el final de la novela, podría hablarle de la obra de Gaite, por poder podría hablarle de mucha literatura. Pero hoy no, no tengo ganas, voy a dejarle en paz, que disfrute pensando que soy tan ignorante como él.

Y sigo sentada, emborrachándome y drogándome con los relatos de Bukowski.


Laura, Lala. 

lunes, 22 de febrero de 2016

Arriba


           Yo también estuve allá, arriba. Encima de todo trapecio, manteniendo el equilibrio para no caer al abismo que había al otro lado. Allí, donde al observar al frente, toda mirada se perdía en el más puro negro desconcierto. Donde los focos abrasaban cualquier delicada piel, pero exaltaban todos y cada uno de mis sueños más preciados. La cima, sudar, el nerviosismo inicial que se va transformando de manera paulatina en miedo a fallar. También lo sentí y también busqué miradas inquietas a través del telón, miradas que sin mediar ni una sola palabra evocasen a múltiples fantasías, personajes, historias, pero sobre todo que mostraran personas. Y de vez en cuando, las encontraba: fijas, brillando en la nada, deseando un acto de reciprocidad que les dijese que yo estaba sólo para ellas; y a veces, era así, pero muchas otras salía huyendo ante tal escena; porque si algo da más miedo que esperar cualquier cosa de alguien, estar ante esa incertidumbre del si y del no, si algo da más miedo, es saber que alguien está esperando hechos y acciones por tu parte, cosas que tú mismo sabes que no vas a dar en la vida. 


Pero al igual que estuve allá, en lo más alto, donde las ojeras se multiplican por las violentas luces, donde todo se magnifica momentáneamente y al finalizar cae en picado, también estuve allá, sumida en el oscuro vacío que hay al otro lado de la grandeza. Disfrutando todo cuanto acontecía y siendo esa mirada que un día yo misma busqué cuando era grande. Y lo sufrí, huyeron al observarme, otros se quedaron en blanco, otros me ignoraron; pero se mantuvieron firmes en muchas otras ocasiones. La sostuvieron y brillando desde lo más alto me regalaron lo que jamás nadie podría regalarme: buscarme entre la multitud y dedicarme por unos segundos todo lo que allá, arriba, estaba ocurriendo. 







Al final lo que nos queda son esos momentos.


miércoles, 17 de febrero de 2016

Zapatillas Amarillas

Al igual que aquella entrada del otro relato titulado El Pescador, hoy os traigo este relato:


Zapatillas Amarillas


            El día que maté a la vecina del quinto, llevaba puestas las zapatillas amarillas que tanto odiaba mi madre. Siempre decía que ese color atraía a la mala suerte y aquel día, cual vidente, previó toda la desgracia que estaba apunto de caer sobre mi.

            Era martes, y como todos los martes, a las tres menos cuarto, salía del instituto. Ese día, en un acto de rebeldía, decidí no ponerme el uniforme, no asistir a clase y rescatar mis maravillosas zapatillas amarillas, esas que mi madre había escondido en una de las ollas oxidadas que tenía amontonadas en la estantería de la cocina. Según ella: estaban sucias, rotas y atraían energías negativas para la casa. Según yo: tenían mi personalidad, manchas de tomate, suelas desgastadas y un color amarillo mugriento que me encantaba. Ahora, entiendo a mi madre. Sin embargo, aquel martes, me quedé escondida debajo de las escaleras del patio comunitario. Una vez que vi a mi madre salir por la puerta principal, subí a casa corriendo, cogí las llaves que tenía escondidas bajo una piedra enorme en el florero y entré asegurándome de que ningún vecino me viera. Dentro, lancé la mochila, me quité la chaqueta y cogí un trozo de pan que había sobre la barra americana que conectaba el salón con la cocina. Mi madre había dejado todo recogido antes de salir, me aseguré de no mover nada y me encerré en mi habitación. Me quedé dormida, odiaba madrugar y la noche anterior me había quedado hasta las tres de la mañana hablando con mis amigas por el móvil, así que el sueño pudo conmigo.

Al rato un estruendo me despertó, lo primero que pensé fue que era mi madre. Miré la hora y solo habían pasado treinta minutos. Me levanté y despacio me acerqué a la puerta, la abrí y allí estaba ella, mi vecina del quinto, ¿por qué llevaba aquel espantoso uniforme de limpiadora semi transparente? o mejor dicho ¿qué hacía ella en mi casa? Me fijé en lo que había en el suelo: cuatro botes de productos de limpieza y el cubo de la fregona boca abajo. Entonces, al oler tanto a lejía y ver tanta agua por el suelo, caí en la cuenta de que mi madre por falta, de tiempo y de ganas —todo hay que decirlo— quería contratar a una limpiadora. La pobre Carmen, que así se llamaba mi vecina del quinto, porque ya no está entre nosotros —o eso creo— se resbaló y cayó al suelo. Salí en su ayuda al verla intentando levantarse, le agarré del hombro y su cabeza se giró lentamente para mirarme. Fue tan grande el grito que dio y tan prolongado, que los ojos se les salieron de las cuencas y poco a poco su cara fue volviéndose morada. Dejó de respirar, y yo estaba tan asustada. Había matado a mi vecina del quinto y todo por ponerme aquellas mugrientas zapatillas amarillas que ahora estaban mojadas con productos de limpieza. Era una asesina y solo tenía trece años.

Iba a ir a la cárcel, ¿qué haría un adulto si matase a su vecina del quinto que a su vez es su limpiadora? ¿debería llamar a la policía? No, me pondrían esposas y me llevarían ante un juez, me obligarían a ponerme aquel traje naranja tan horrible como en The Orange is the New Black, tendría que soportar a las demás presas, ganarme el respeto pasando drogas a otras mujeres; aunque bueno, luego se haría una serie con mi historia e incluso podría encontrar el amor ahí dentro. No, no, no podía ir a la cárcel tan joven, mínimo debía terminar la ESO, lo demás sería otra historia.

Rápidamente encendí mi ordenador, ¿cuánto tardaba en descomponerse un cuerpo? Si eran horas podría limpiarlo antes de que mi madre llegara del trabajo. ¿Olería mucho? ¿Saldrían gusanos como en las películas de zombies? Abrí Google y empecé a buscar información sobre esconder cadáveres y qué hacían los buenos asesinos. Todos los días veía casos y en ese momento, a la hora de la verdad, me quedé en blanco. Tenía que encontrar la salida, no podía acabar entre rejas. Entonces la bombilla de mi cabeza se encendió — ya podría pasarme en los exámenes más a menudo— y recordé que en los caso de CSI o de Bones los asesinos solían descomponer con cal viva o ácido los cuerpos. ¿Mi madre tendría cal viva en casa? Me dirigí al patio, allí abrí el armario de productos de limpieza: lejía, friegasuelos, estropajos, trapos, cubos, multiusos... mmm bicarbonato, ¿bicarbonato? Sonaba tan mal como “cal viva”, así que al ver que era un polvo blanco también, decidí sustituirlo por lo otro. Fui al salón y arrastré durante veinte minutos el cuerpo sin vida de mi vecina la del quinto hasta la bañera. Empecé a echarle el bicarbonato por las piernas y polvos de talco con olor a rosas, para que la pobre oliera bien. No sucedió nada, el cuerpo estaba intacto, y yo cada vez más nerviosa.

Plan B: Ácido. Mi madre coleccionaba todo tipo de líquidos raros, pero ¿ácido? Lo máximo que había en casa era un bote de recambio de gasolina, pero no quería quemar a mi vecina la del quinto —aunque era una opción válida—. Fui a la cocina en busca de algo que pudiese funcionar como el ácido y pensé en el vinagre, supongo que por el sabor amargo y la peste que echa. Llené la bañera de agua hasta la mitad y vacié la garrafa de cinco litros que tenía mi madre de vinagre, además eché un bote de pepinillos en vinagre. Había que desaparecer el cuerpo como fuera. El mal olor comenzó a repartirse por toda la casa, así que comencé a abrir ventanas y me senté en el sofá a esperar que mi idea hiciera efecto. Encendí la tele, hice zapping y ¡Oh Dios mío! ¡Breaking Bad! Era el capítulo que Jessie intenta deshacerse de un cuerpo con ácido en la bañera —¡anda! ¡cómo yo!— y entonces recordé cómo acababa el capítulo: el ácido deshacía la bañera y el suelo y caía el cuerpo a los vecinos de abajo... ¡No podía ser! ¡Me iban a descubrir! Corrí al cuarto de baño saqué a mi vecina y vacié la bañera. ¡Puff! ¡Menos mal! Y ahora... ¿qué? No tenía más alternativas.

Volví a buscar soluciones en el ordenador y entonces vi una foto de Hannibal y comprendí que la mejor forma de esconder un muerto era comiéndomelo. Pensé en buscar recetas para carne humana, pero ni en la prehistoria que vimos en clase de ciencias sociales —aunque no prestaba mucha atención— habíamos visto eso de canibalismo, por lo que deduje que no habría nadie que hubiese escrito un libro de recetas sobre cómo hacer pinchitos de carne humana. Además, estaba harta de ver en animes que los japoneses comían pescado crudo, o incluso yo misma comía carne aliñada de las hamburguesas de mi madre sin hacer, el sabor no podía ser muy distinto. Busqué un rotulador y decidí dibujar una línea en su frente para señalar por donde debía cortar. Fui a la cocina y seleccioné el cuchillo más grande; volví a donde estaba el cuerpo, levanté mi brazo para pillar impulso y... ¡No podía! ¿Cómo iba a comerme a una persona tan grande en tres horas? Y encima, con sabor a pepinillos en vinagre... ¡Qué asco! Debía de haber otra forma.

Fui a mi habitación de nuevo, me senté frente al ordenador y ¡oh! ¡Un correo nuevo! Un nuevo capítulo de Juego de Tronos me estaba esperando, pero ¡ahora no! Debía concentrarme, tenía el muerto de mi vecina la del quinto tirado en el salón. Tenía que hacerlo, debía entregarme. Total, cuántos años me podrían caer... —veinte, según San Google—.

Miré al suelo y vi mis pies, cubiertos por aquellas zapatillas amarillas, ellas tenían la culpa, mi madre tenía razón, atraían a la mala suerte, y por su culpa iba a pasar mi época de actriz de Disney Channel en la cárcel. Me las quité y las lancé a la papelera, no las quería ver nunca más. Entonces, un ruido proveniente del salón hizo que casi me cayera de la silla, se repetía la misma situación que cuatro horas antes. ¿Era mi madre? ¿Era la policía? ¿Me habían descubierto ya? o ¿era otra vecina que venía a ser asesinada por mis zapatillas amarillas?¿Qué hacía? Me armé de valor, salí de mi habitación y ¡ya no estaba! ¡Había desaparecido el cuerpo de mi vecina la del quinto! Sentí alivio, felicidad y terror... ¿Qué había sucedido? Alguien le había echado una cola de fénix*, estaba segura. Así que volví a mi habitación y decidí comenzar a ver el último capítulo de Juego de Tronos. Y si estaba muerta, que otro se hiciese cargo del cuerpo, ya no estaba en mi casa, eso era lo importante.



* Cola de Fénix: elemento clave de los juegos de rol, rpgs o mmorpgs, que al usarlo revive a los muertos de tu equipo de lucha. Véase en Final Fantasy. 






viernes, 12 de febrero de 2016

Silencio II


      Habíamos recorrido media ciudad en busca de aquel restaurante céntrico que tan bueno decías que era. La juventud nos pisaba los talones con risas sin venir a cuento; un tranvía que no nos dejó subir por segunda vez consecutiva; y un sin fin de miradas y gestos que lo decían todo. No eran ni las diez de la noche y ya sabíamos el resultado de aquella furtiva escapada. 

Dentro, el local estaba a rebosar de gente con sus historias: desgracias y alegrías; fuera, el silencio de una ciudad que tan llamativa era de día y tan solitaria en noches como aquella. Pedimos mesa, dos copas y todo aquello que nos faltaba, pero que ninguno de los dos dijo en voz alta. Acariciabas el cristal como si de una piel se tratase. Brindamos por nosotros, ¿por quién sino? Y las conversaciones banales comenzaron a entrelazarse con verdades y reflexiones que el alcohol nos iba obligando, en cierta medida, a hacer o decir. De vez en cuando, choque de miradas, pulso momentáneo que nos alejaba del resto de la muchedumbre, aunque formáramos parte de la misma y fuésemos el atrezzo de la vida de quién allí estaba.  

Y daba miedo, como dos personas casi desconocidas podían llegar a tan plena sincronía sin mediar una sola palabra. Como aquella primera noche en la que Sevilla también dormía y sólo resonaba el eco de nuestros silencios. 

Recuerdo que dijiste que sabía guardar el silencio cuando hacía falta y hablar cuando se debía hacer. Justo como ahora, en el que termino de escribir esto. 

Y me callo, porque es mucho más agradable sentirlo todo sin decir nada; y a veces, y sólo a veces, eso también ocurre con la escritura. 



El momento se aprovechó de nosotros,
y nosotros del momento. 

domingo, 7 de febrero de 2016

Viapol no ha muerto


            Enciendo el último cigarrillo de la cajetilla que tengo guardada para emergencias emocionales y salgo al balcón para contemplar Sevilla. El viento enreda mi cabello y a duras penas, puedo contemplar como se desvanece el humo. Hace frío y sin embargo, una bata fina y unas bragas pasadas son lo único que me ofrecen calor. No llevo las gafas puestas y las luces de la ciudad son pequeños destellos que brillan sin más. Algún que otro ruido guía mi mirada a diferentes puntos. Nada sucede, pero ¿qué iba a suceder sino? Nada. 

Todo desde aquí arriba parece tan pequeño, tan frágil, tan irreal, que hace cuestionarte si tú también en algún momento del día perteneces a todo aquello que contemplas, o si no eres más que una rota pieza de puzzle al margen de cualquier realidad. En el fondo sabes la respuesta, pero es mejor fantasear con ello. Quién no sueña con ser otra persona, una piedra, o vivir múltiples vidas sin que afecten unas a otras. O lo mismo soy yo la única que han pensado en eso. Sin embargo, nada sucede, nada que merezca la pena suceder. 

Y allí, por encima de todas las luces, resurge Viapol, porque no ha muerto, ni morirá. De vez en cuando se apaga, pero luego con fuerza aparece destacando de otras luces. Lo observo, parece que me habla, pero no es posible. Y nada sucede. Aunque Viapol es más que suficiente. Su brillo azul no es el mismo de siempre, pero no ha muerto. Y supongo que algún día, el que menos me lo esperé, volverá. Volverá a iluminar Ramón y Cajal, como ha estado haciendo, como yo solo lo veo. 

Nada sucede, el cigarro se consume, mi cabello se enreda, Sevilla destella, Ramón y Cajal tan llena como siempre por automóviles que quiebran el silencio, sin ti, sin mi, pero Viapol no ha muerto y eso es lo mejor de que no suceda nada. 







miércoles, 3 de febrero de 2016

Silencio


A ti, 

que podría mirarte durante horas en silencio.



       Unos leves rayos de luz entran por la ventana. Ahí, en el resto de oscuridad, sé que estás tú, observándome. Ahí en el resto de oscuridad estoy yo, buscándote a tientas con la mirada. Tan sólo la respiración corta el silencio que inunda esta habitación.

Me balanceo en el borde del vaso, ese que a veces mojas con tus suaves labios al sorber un trago; a un lado tú, la tentación personificada; al otro mi caída más brutal; y en el centro yo, haciendo algún que otro destrozo.

Entiendo que no entiendas lo que se me pasa por la cabeza, a veces ni yo misma lo hago. Me muevo por impulsos, por sentimientos, frustraciones o deseos, nunca racional. Quizás ahí erradica el fallo, pero nunca unos abrazos dijeron tanto; y yo, que tan mal me expreso en estas situaciones decidí dejar la palabra para después... para esto, para mis escritos.

       Ignoro si volveré a estar así. Hay puertas que duelen cruzar y más si eres tú el que se queda al otro lado, pero uno de los dos tiene que marcharse; y siempre, la vida nos pondrá oportunidades que no podemos dejar pasar.


Somos dos personas correctas,
en tiempos equívocos.




sábado, 2 de enero de 2016

El Pescador

             Este año voy a intentar centrar el blog más en relatos, he descubierto que sirvo para algo más que un simple poema, que de simples tienen poco. Obviamente, si sale alguna poesía, la publicaré también. 

Y poco más, escribí este relato para una asignatura y me encantaría compartirlo con vosotros.



El Pescador


Llevaba cincuenta años siendo pescador de estrellas y todavía no había cogido ninguna. Cada día salía con la misma ilusión que la del anterior y al volver, su mujer, Manuela, le esperaba con una amplia sonrisa y el desayuno sobre la mesa. 

Ambos vivían en una humilde casa alejada del bullicio de la contaminada ciudad. Llevaban años sin tener un televisor, sin escuchar la radio, sin luz artificial, lavadora o microondas; tan solo habían dejado la electricidad necesaria para un frigorífico y un pequeño equipo de música, donde Emilio reproducía una y otra vez repetidas canciones. Él mismo le había pedido a Manuela que se encargara de ir a la ciudad para comprar con lo que ganaban de las pensiones, visitar a la familia y otros quehaceres, pero no quería saber nada de aquel mundo que veía tan, tan lejano del suyo. Se encerraba en una salita repleta de libros, y esperando a que cayera la noche para poder ir a trabajar, leía todo tipo de historias. Entonces, cuando el cielo comenzaba a teñirse naranja, cogía sus enseres, besaba a Manuela y se dirigía al embarcadero que había justo en frente de la casa. Y así, todos los días, durante cincuenta años.

Era verano, y al volver de pescar, Emilio se encontró con la sorpresa de que Manuela no estaba. Sobre la mesa de la hogareña cocina, como siempre, un par de tostadas con mermelada y una taza de café, ya frío, todo tapado cuidadosamente con un plástico transparente para que las moscas no hicieran una carnicería. Y debajo del florero que tanto mimaba Manuela con flores silvestres, una nota para Emilio decía: 

“Llegaré a la hora de la comida. Espérame, llevo visita. 
Te quiere, Manuela.”

El rostro sereno del pescador se tornó angustia y preocupación. Abrió las ventanas y se dirigió a la mesa donde aún estaba el desayuno. Se sentó, retiró el plástico y musitó algunas palabras en relación a su mujer. Estaba nervioso, no dejaba de tocarse su cabello color platino y algunas gotas de sudor se perdían entre los surcos de su arrugada piel. Suspiró y se levantó. Su cuerpo se perdió por la puerta que daba a la salita y minutos más tarde, apareció con un libro. Salió a la entrada y justo a la derecha, se sentó en una mecedora que había al lado de una mesita de café. Era temprano y aún así, Emilio tuvo que abanicarse para soportar el bochorno. 

Cuatro horas más tarde, cuando estaba a punto de acabar el libro, Emilio vio a su mujer. Se levantó, suspiró y volvió a dejarse caer sobre la mecedora. Venía acompañada de un hombre joven, rondaría los veinticinco años, y su sonrisa vivaz entusiasmaba a cualquiera, excepto a Emilio, cuyo gesto se volvía cada vez más malhumorado. 

–Hola, cariño –dijo Manuela acercándose para darle un beso–. Este es Luis, un joven periodista que se interesó por tu oficio cuando me escuchó hablar con la frutera. No ha  parado de preguntarme cosas sobre ti, es tan majo… 
–Es un placer conocerle, Emilio –comentó nervioso el periodista mientras tendía la mano.
–Placer el tuyo, mío ninguno. Puedes irte, no tienes nada que hacer aquí –respondió el pescador; y acto seguido, desapareció por la entrada de la casa.
–¡Emilio! –gritó Manuela. Se calmó y con ternura le habló a Luis–. Lo siento mucho, pero mi marido es así, un ermitaño. Muchos como tú han pasado ya por aquí, pero a ninguno le ha hecho caso, no quiere saber nada de las personas que vienen de la ciudad. Un caso, se lo digo yo, un caso… 

Luis se deshizo de todos los bártulos que llevaba sobre su espalda, se dirigió a la ventana de la salita, lugar donde Emilio pasaba tantas horas al día leyendo, y le gritó que no se iría de allí hasta que le diese una oportunidad. Se acercó a Manuela, le besó la mejilla, comenzó a montar una tienda de montaña que había traído y organizó todas sus cosas. En la ventana, si obviabas el reflejo azul del cielo, se veía el rostro de Emilio que lo observaba con recelo. 

Tres días pasaron, y ni el pescador salió a trabajar, ni el periodista se marchó; y la única que parecía vivir con normalidad aquella situación era Manuela, aunque riñera con su marido porque creía que el chico era diferente a todos los demás que habían pasado por allí en busca de dinero gracias a su historia.

El reloj de pared que había en la cocina avisó al matrimonio de que eran las ocho de la tarde y ambos se sentaron a cenar en silencio. Al rato, Manuela se atrevió a romperlo.

–Él es como tú eras de joven, dale la oportunidad que a ti te dio tu padre…

Emilio dudo en contestar y optó por no decir nada. La besó tras finalizar, cogió el casete, su caña, un maletín y salió por la puerta. Anduvo hasta la tienda de campaña y carraspeo tres veces, cada cual más fuerte, con la intención de que Luis saliera, y así sucedió. 

–¡Vamos! –casi ordenó Emilio. 
–¿Dónde?
–¿Tú no eras el que quería conocer más de mi oficio?¡Vamos! –dijo Emilio mientras le entregaba el casete y la caña. 

Luis cogió una libreta y algunos bolígrafos, se ató sus zapatillas y salió corriendo con los enseres que el pescador le había dado hacia el embarcadero. Emilio le invitó a subir y ambos se perdieron en el mar más oscuro, solo el fuego leve de un antiguo candil iluminaba aquella estampa. Media hora más tarde, se encontraban en el medio de la nada. Emilio comenzó a preparar la caña y una tormenta de preguntas salieron de la boca del joven. 

–¿Cómo lanzas la caña al cielo para pescar estrellas?¿Por qué este oficio?¿Jamás has cogido alguna?¿Eres el único que hay en el mundo que se dedique a ello?

El pescador no pudo evitar sonreír ante el entusiasmo que mostraba el chico. Siguió preparando todo, y pese a la edad y la oscuridad que había en aquel momento, tenía la vista hábil y colocaba todos los hilos con agilidad y destreza. Luis no cabía en sí y hasta la barca se balanceaba levemente por culpa de sus nervios. Diez minutos después, Emilio contestó:

–Magia. 
–Ma…¿qué? –preguntó el joven confuso. 

Emilio le hizo un gesto para que observara. Encendió el casete y una suave melodía los envolvió. Apagó el candil, y entonces sucedió. Todo se iluminó por pequeñas luces celestes que brillaban en el firmamento. El periodista observaba todo como un niño el día de Navidad. Emilio se levantó, cogió su caña y la lanzó al agua. La barca se mecía en el agua y Luis al ver lo que hizo el pescador, se acercó al borde. Sus ojos brillaron más que nunca. En el agua se reflejaba todo el cielo, y la leve marea hacía que esas luces cobraran vida. Bajo aquella barba estropeada, un gran banco de estrellas nadaba al ritmo de la melodía del casete.

–Magia… –susurró el joven. 

–Yo fui como tú. Entonces, una noche de invierno después de que mi padre insistiera tantas veces en que dejara de hacer tantas tonterías con el ordenador, el móvil o la televisión, y le acompañara un día a pescar, accedí –comentó Emilio mientras recogía el carrete– y aquí estoy; llevo cincuenta años siendo pescador de estrellas, todavía no he cogido ninguna, y aún así, mañana volveré con la misma ilusión que hoy.



Espero que os haya gustado, y bueno, simplemente intento buscar alternativas para que el blog no muera y moverlo algo más. 
Feliz año nuevo, disfrutad muchísimo y con fuerza y magia a por nuestros sueños.

Un saludo, Laura, Lala.

PD: si os ha gustado compartirlo, o lo que queráis, siempre es una ayuda. Gracias.