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domingo, 7 de febrero de 2016

Viapol no ha muerto


            Enciendo el último cigarrillo de la cajetilla que tengo guardada para emergencias emocionales y salgo al balcón para contemplar Sevilla. El viento enreda mi cabello y a duras penas, puedo contemplar como se desvanece el humo. Hace frío y sin embargo, una bata fina y unas bragas pasadas son lo único que me ofrecen calor. No llevo las gafas puestas y las luces de la ciudad son pequeños destellos que brillan sin más. Algún que otro ruido guía mi mirada a diferentes puntos. Nada sucede, pero ¿qué iba a suceder sino? Nada. 

Todo desde aquí arriba parece tan pequeño, tan frágil, tan irreal, que hace cuestionarte si tú también en algún momento del día perteneces a todo aquello que contemplas, o si no eres más que una rota pieza de puzzle al margen de cualquier realidad. En el fondo sabes la respuesta, pero es mejor fantasear con ello. Quién no sueña con ser otra persona, una piedra, o vivir múltiples vidas sin que afecten unas a otras. O lo mismo soy yo la única que han pensado en eso. Sin embargo, nada sucede, nada que merezca la pena suceder. 

Y allí, por encima de todas las luces, resurge Viapol, porque no ha muerto, ni morirá. De vez en cuando se apaga, pero luego con fuerza aparece destacando de otras luces. Lo observo, parece que me habla, pero no es posible. Y nada sucede. Aunque Viapol es más que suficiente. Su brillo azul no es el mismo de siempre, pero no ha muerto. Y supongo que algún día, el que menos me lo esperé, volverá. Volverá a iluminar Ramón y Cajal, como ha estado haciendo, como yo solo lo veo. 

Nada sucede, el cigarro se consume, mi cabello se enreda, Sevilla destella, Ramón y Cajal tan llena como siempre por automóviles que quiebran el silencio, sin ti, sin mi, pero Viapol no ha muerto y eso es lo mejor de que no suceda nada. 







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